Warren Beatty y su biografía más indiscreta: el hombre que sí ama a las mujeres | XLSemanal

2022-10-15 16:06:18 By : Ms. Lucky Tong

D urante una cálida noche de verano, en 1959, Warren Beatty cenaba con Jane Fonda en La Scala de Beverly Hills cuando vio a Joan Collins en una mesa cercana. Una maravillosa morena, copia más joven y más delgada de Elizabeth Taylor, con acento británico. Era conocida como The British Open, en referencia al desfile de sus conquistas masculinas bien conocidas. Desgraciada en el amor, picoteaba sin apetito sus canelones, hasta que se fijó en el joven de encanto insolente que la miraba, implacable. Ni siquiera tiene edad para tener permiso de conducir, fantaseaba ella devolviéndole una mirada fija. Levantó un vaso y sonrió. «Este chico que la mira, le dijo su compañero, es el hermano de Shirley MacLaine. Warren no sé qué». Ella volvió a observarlo. Quedó impactada por su aspecto cuidado, su belleza estilo Clark Kent y una boca sensual enmarcada entre hoyuelos. Todo era perfecto, salvo el acné y Jane Fonda, que sólo tenía ojos para él.

Historias como ésta salpican Star: How Warren Beatty seduced América, del periodista Peter Biskind, una biografía que retrata a uno de los mayores héroes sexuales de Hollywood. En ella se cuenta que Beatty, curiosamente, despertó de forma tardía a los placeres de la carne. Natural de Richmond, Virginia, y criado en la fe bautista, no perdería la virginidad hasta los 19 años y 10 meses.

Muy pronto, sin embargo, ninguna mujer escaparía a su radar: actrices, modelos, estrellas de la televisión, jefas de estudio, periodistas, encargadas de vestuario o las hijas de sus amigos. ¿De dónde le venía esta pasión? Resulta difícil de decir. Podría decirse que en su juventud vivió una inmersión en un mar de estrógenos. «Mi infancia se vio influida positivamente por las mujeres: mi madre, mi hermana, mis tías, tías abuelas, primas... Tengo la suerte de que no han acabado conmigo». Pese a su reputación de rompecorazones, las mujeres lo adoraban. Nada sorprendente: él también las adoraba. Siempre encontraba en ellas un detalle objeto de su admiración: la caída de la barbilla, los reflejos dorados en el iris de un ojo... «Las mujeres, como solía decir, son como un tarro de aceitunas. Te puedes comer una y después cerrar el tarro, o bien puedes comértelas todas».

A primera vista, Jane Fonda creyó que Warren era gay. «¡Era tan guapo! –recuerda–. Todos sus amigos eran homosexuales y brillantes, y le gustaba tocar el piano en un piano bar: yo pensaba que no había muchas posibilidades de que fuera heterosexual. Fíjate si era tonta». Durante el rodaje de Parrish [1961], Delmer Daves pidió a Warren que cubriera a Jane de besos. Al ver que el joven actor apenas «le rozó la mejilla, el cineasta apostrofó: '¿Es que tienes miedo o qué? Agárrala bien, chaval, no seas tímido». Beatty besó a Fonda con tal ferocidad que Daves tuvo que intervenir: «¡Corten!, ¡parad!, Warren, andamos cortos de película. ¡Con eso valdrá!».

Cuenta Biskind que Beatty hizo el amor sin cesar a Joan Collins durante el año y medio que vivieron juntos. Un domingo, agotada, salió de la cama gritando: «¡No creo que pueda aguantar más tiempo!». «No para nunca, debe de ser por todas esas vitaminas que engulle –confesó–. Me va a arrancar la piel». «¿Realmente hace el amor siete veces al día?», preguntó un interlocutor escéptico. «Puede que él sí. Yo sólo me quedo acostada».

Un sábado por la tarde, justo antes de que ella se marchara a un rodaje a Roma, él le dio una sorpresa. Le llamó la atención sobre un bote de hígado picado que había en la nevera. En su interior había un anillo de oro, diamantes y perlas. «¡Magnífico! ¿A qué se debe?», exclamó ella. «Es el anillo de pedida, idiota. Como vamos a estar separados, he pensado que debíamos... Ya sabes... Comprometernos». Cuando se marchó a Roma, comenzó a acosarla con llamadas de teléfono, cartas y telegramas en los que le declaraba un amor eterno. La instigó para que regresara a verlo. Estaba convencido, cuenta ella, de que lo engañaba. Tuvieron una fuerte discusión, ella fantaseaba con el hecho de que si él era tan celoso, probablemente era por su relación con Natalie Wood [compañera de reparto de Beatty en Esplendor en la hierba (1961)]. Además, pensaba en su «novio con gafas, paliducho y lleno de granos», y en lo que le gustaban los italianos que veía todos los días.

Divina coincidencia, y pan bendito para los periodistas, Beatty y Collins se separaron al mismo tiempo que Wood y Robert Wagner, su marido. Aquel verano, Beatty y Wood formaban la nueva pareja del año.

Esplendor en la hierba fue un éxito inmediato, Beatty se convirtió en una estrella; 1962 y 1963 transcurrieron entre una especie de bruma. «Fue una sucesión de momentos muy buenos, de buenas comidas, de chicas guapas y de vanos divertimentos consumidos sin moderación. Estaba convirtiéndome en un adulto. Ni por asomo se me ocurriría renunciar a disfrutar de mis 20 años», confesó el actor. «Warren devoraba cantidades industriales de mujeres –afirmaba Wood–, pero lo hacía con encanto». Se separaban, se volvían a encontrar y se volvían a destrozar.

En febrero de 1964, Warren conoció a Leslie Caron, la estrella de Un americano en París. [...] Estaba casada, pero a Beatty poco le importaba. «Una vez que se encaprichaba con una mujer –recuerda ella–, no cesaba nunca, quería controlarla por completo, sus costumbres, su maquillaje, su trabajo. No nos separamos ni un instante durante dos años».

Aún no habían terminado los años 60 cuando la carrera de Beatty se arruinó. Su romance con Leslie Caron se convirtió en una pesadilla, plagada de comparecencias ante los tribunales y de mala prensa. «El único problema de este magnífico tipo –explica el realizador Terry Gilliam– era que se sentía en la obligación de seducir a cada mujer que veía, ya fuera gorda, fea o vieja. Si tomaba el ascensor con una mujer, tenía que seducirla antes de que llegara a su planta».

Caron debió de medir la gravedad de la situación. Al igual que Joan Collins, descubrió que toda su atención era una bendición de doble filo. Una mañana la llamó a las cinco para decirle: «¿Estás durmiendo? ¿No estás pensando en mí?». Acostarse con Beatty era un rito de iniciación para las nuevas estrellas que se sucedían en su habitación del Beverly Wilshire Hotel, donde trabajaba en el guión de Bonnie and Clyde. El fotógrafo Michael Childers, que se alojaba una planta por debajo, le refirió a Biskind: «Puertas giratorias, sus amiguitas subiendo por un ascensor y bajando por otro... Era el Warren Beatty show...».

Julie Christie fue su conquista más exigente. Comprometida con un artista, no mostraba ningún entusiasmo con su cortejo. Pero la convenció para que le dejara visitarla en San Francisco. «Cuando me planté en limusina delante de su tugurio, me hizo sentir el mismo efecto que una sierra circular en plena cara: estaba horrorizada, y me hizo pasarlas negras.» Los dos se encontraban en las antípodas el uno del otro. Ella se sentiría más a gusto ordeñando una vaca antes que en un guateque hollywoodiense, intercambiando palabras sin interés. Y la imagen que ella tenía de Warren era la de un playboy amante del autobronceador y de las cadenas de oro. Pero la llevó a cenar y logró desarmarla con su juego de seducción.

«Había algo mágico entre ellos –recuerda el fotógrafo Michael Childers–. He conocido a otras 16 de sus amiguitas, pero con Julie era especial. Siempre quiso casarse con ella. Pero ella era muy independiente. Antes de los movimientos feministas, encarnaba a la nueva chica joven, libre, rica, apasionada, politizada y hippie. Detestaba Hollywood». Cuando Julie estaba fuera, Warren pasaba su tiempo al teléfono con otras mujeres. Murmuraba con una voz falsamente íntima y aduladora, les preguntaba dónde estaban y qué iban a hacer después. Les decía que sí, que amaba a Julie, pero que quería verlas a pesar de todo. Éste era su modus operandi, como explicaría más adelante: «Recibes muchos bofetones, pero también muchos besos».

«En el momento en que los ojos de Warren se posaron sobre mí –cuenta la ex chica Bond Britt Ekland– supe que había caído: algo físico iba a pasar entre nosotros. Lo amé con locura. Ningún hombre me hizo más feliz.» Describiendo sus talentos en la cama, lanzó esta célebre sentencia: «Sabía entregarse con las mujeres. Era tan sencillo para él como llamar al ascensor. Sabía tocar el botón para hacernos subir».  Una voz desentona, sin embargo, en este concierto de alabanzas: Jennifer Lee, por entonces una belleza en la veintena. «Warren no era un amante excepcional. Era como si su reputación lo hubiera sobrecargado. Su necesidad de ser grandioso en la cama estaba por encima de las necesidades de su compañera. A veces tuve que fingir, era inevitable».

Beatty afirmaba que no podía dormir sin hacer el amor. Caía la noche y desaparecía en busca de un teléfono. Biskind se ha tomado la molestia de hacer un simple cálculo que revela que, en el caso de que sólo hubiera tenido un amante por noche –a menudo eran varias– en un periodo de 35 años, hasta que conoció a Annette Benning, obtendríamos 12.775 conquistas. Aproximadamente.