10 poemas de Anne Michaels - Zenda

2022-10-13 23:44:38 By : Ms. Joyce Huang

Anne Michaels es una poeta y narradora nacida en Toronto, Canadá, en 1958. Ha publicado los poemarios The Weight of Oranges (The Coach House Press, 1986), galardonado ese año con el Premio Commonealth for the Americas, Miner’s Pond (McClelland & Stewart Inc., 1991), con el que obtuvo el Premio de la Asociación de Autores Canadienses, Skin Divers (McClelland y Stewart Inc., 1999) y la antología Poems (McClelland y Stewart Inc., 2000). Deslumbró en España con la novela Piezas en fuga (Alfaguara, 1997). En el año 2000 se publicó una breve selección de sus poemas titulada Nuestra sangre es tiempo (Nómadas, 2000). La editorial Bartleby publicó El peso de las naranjas & Miner’s Pond (2001) y Buceadores de la piel (2004), ambos con traducción de Jaime Priede.

La cámara nos libera del peso de la memoria… registra para olvidar

Ya nos hemos contado una y otra vez la historia de nuestras vidas cuando por fin llegamos a Duffalo. Sale un sol difuso y prehistórico sobre las cataratas.

Una mañana blanca, el sol salpica de pintura el parabrisas. Conduces, fumas, llevas gafas de sol.

Rochester, Capital de la Fotografía de América. Apagando un puro en la tapa de la cajita de un rollo, el agente de seguridad de Kodak nos indica el camino. El museo es una mansión en gran angular. Desde el césped de la entrada miras las ventanas del segundo piso, transformas mentalmente cuartos de baño en cuartos oscuros.

Un millar de fotos después, agotados de adivinar el movimiento invisible de la mente que eligió el encuadre de cada foto, echamos la siesta en el parking de un instituto mientras el sol se reclina como los árboles sobre el capó caldeado del coche.

Volvemos a casa. La luna tan grande y cercana que manchó el parabrisas dibujándole un bigote.

Te hago cosquillas en el cuello para mantenerte despierto. No recuerdo nada de nuestras vidas anterior a esta mañana.

Salimos de la ciudad de noche y regresamos de noche. Compramos frutos secos y flotamos tranquilamente por el vecindario,

árboles frondosos que se elevan en la exuberante oscuridad o a la íntima luz de las farolas. Es verano y el aire de la noche se carga de nuestros olores, aguijoneado por la fragancia verde de los jardines.

El calor no se irá del pavimento hasta que sea casi de día.

Te amé todo el día. Tomamos la vieja y familiar Autopista del Encuentro, comenzamos el largo viaje del uno al otro como a nuestra ciudad con todas sus luces encendidas.

Cuanto más miras una cosa, más se transforma.

El pasado de mi madre se enreda bajo la vida de sus padres y abuelos, vivían en una misma casa y entre ellos recordaban cientos de años de historia.

Este amor doméstico es plano, hiere como la luz hiere nivelando los objetos en un bodegón.

Hay otra piel dentro de mi piel que se ajusta a tu tacto como un lago a la luz; que desliza su memoria, su lenguaje perdido dentro de tu lengua, borrándome para hacerme de nuevo.

Justo cuando el cuerpo cree saber los caminos para conocerse a sí mismo, esta segunda piel sigue buscando sus respuestas.

En la calle – las sillas de los cafés abandonadas en las terrazas, los puestos del mercado vaciados de su viva luz, aunque el pavimento todavía respire uvas y melocotones – como la luz de todo lo que crece en la tierra recién removida, cada partícula de mí se ajusta a tu tacto, el viento envolviéndonos las piernas en mi vestido, tu camisa deshaciéndose en flores por mis manos.

Esta noche nuestra habitación es un Buick, las ventanillas subidas embozan el viento frío del lago. Hace treinta años que atravesamos montañas oscuras por carreteras angostas, como si nos deslizáramos bajo mantas con una linterna.

A tres días y dos noches del mar, dejamos atrás los silos del grano inclinados contra el horizonte

como las cabezas en Easter Island; bajo las estrellas saltando como ibis entre los mangles. Treinta años desde la boda y todavía dormimos en coches. Todavía despiertos con la luna, la frente iluminada.

Será en una estación con techo de cristal tiznado de hollín de los trenes y abrazados milla a milla de la llegada. No se soltarán en todo el largo viaje, su brazo en la curva del deseo de ella. Caminando por una ciudad que apenas conocen, observando a mujeres con taleguillas darle monedas a un cura para los veteranos de guerra; al encontrarse con la iglesia en un agujero del viejo muro que cruza la ciudad, la cúpula ocupando exactamente el agujero, como un ojo. En la morada del invierno, bajo una madriguera de mantas, le hace entrar en calor cuando salta dentro desde el aire. Hay camino por el cual nuestro cuerpo deja de pertenecernos, y cuando él la encuentra hay posada al fin para aquellos a los que aman, en el lugar que él encuentra que ella encuentra, cada palabra de la piel una decisión. Hay tierra que nunca se suelta de tus manos, lluvia que nunca cesa en tus huesos. Palabras gastadas que se desprenden de nosotros porque sólo pueden caerse. Ellos no se soltarán porque hay un tipo de amor que se desprende del amor, como las piedras de de la piedra, la lluvia de la lluvia, como el mar del mar.

Bajo la carpa de las estrellas, vacas a la deriva, sus vientres cepillando la hierba alta, listos para un copioso festín. Tierras bajas que centellean como mica bajo la luna. La luz de las estrellas nos empapa los zapatos. La pradera de algas marinas se inclina suplicante, el mismo campo de arpillera que en invierno cruje con la helada es salpicado por el pincel negro de los cuervos. Gélidos diamantes de las cintas de la reina Ana.

Porque se siente amada, la luna permite que nuestros ojos la sigan por el sembrado, pisando su ropa, seda reluciente esparcida por los surcos. Sintiéndose amada, la luna desea que la miren, nadando toda la noche por el río.

Llama a través de los estores, extiende una tira blanca por el pasillo a oscuras, alcanza un vaso de la mesa. Vigila la fortaleza del sueño. Como la luna, quiero tocar espacios sólo con la mirada. Contarte cosas nuevas a las tres de la mañana, cuando nos despierta la lluvia o una preocupación, o adelgazándonos por los juncos del sueño, emergemos en la piel. En esta habitación donde tantas cosas han ocurrido, donde el amor es ese tintineo de los botones al deslizarse tu camisa al suelo, el sonido de la calderilla; un libro entreabierto, ropa entreabierta. Sentimos de nuevo cómo se transparenta la superficie del cuerpo empujado ante la puerta del mundo. Para leer lo que hay dentro nos alzamos el uno al otro hacia la luz. Recogemos a todos los que amamos o deseamos perder de vista, los llevamos a cada pradera nocturna y nos sentamos con ellos mientras las vacas se demoran como barcos que apenas se mueven en la distancia. La lluvia goteando desde la lona de las estrellas.

Pulido por el agua, el cuerpo recuerda como una planicie inundada, anegado de sensibilidad, ganando terreno en la bajamar. Terrazas de la memoria, lisas como deltas verdes. O arrecifes y cordilleras plegando el mundo hasta el hueso. La luna palpa el significado de las cosas con sus dedos ciegos, luego nos devuelve al cerúleo aluminio de los amaneceres. La noche, una carretera apuntando al este. Su hermana, la memoria, revuelve en el armario empotrado buscando ropa que conserve la silueta de alguien. Se frota las manos en el delantal manchado de infancia, un olor familiar en el pelo; traquetea con ollas y cacerolas en la cocina circadiana. Mientras, en la habitación de una pradera nocturna, la luna se desviste; su salto de cama flora eternamente a ras de suelo. La memoria se demora por el césped de las fincas, se mueve lentamente por la hierba húmeda, cargada de instantes atrapados en su red nocturna, en el éter reluciente de su falta. El aire se aviva, la memoria alza la cabeza y casi desaparezco. Alzas la vista, una mirada que siento por todas partes, la lengua de una mirada, y el amor esta pradera nocturna, la sombra de la mañana de nuestras voces, el papel carbón púrpura de esta oscuridad plomiza. Pesa la memoria con la joyería de esta lluvia, pesa su falda con los brotes de mercurio congelados que adornan las ramas, mientras avanza oímos el castañeteo de esos huesos tan bellos. Entonces, el amor, tan alejado del cuerpo, se alcanza sólo por vía del cuerpo. El tiempo es el alambique que transforma lo conocido en misterio. En aire, en la mancha púrpura de la dulzura. El laburno, el iris silvestre, los abedules tan espesos que resplandecen por la noche, olores que nos alcanzan por todas partes; la alquimia que nos mantiene tan felices tumbados en el suelo, incluso si no abarcamos nada, nada: el evasivo troque de los pájaros. Nunca tomaremos velocidad de crucero, más bien nos hundiremos en el húmedo firmamento, aprenderemos a permanecer en el fondo, respirando por la piel. Con membranas de plata, en ríos color de lluvia. Bajo el agua, bajo la piel; con arcanas aletas transparentes.

Esta noche la luna deambula descalza, deja atrás medias de seda como jirones de río. Las pisadas del verano en nuestros brazos y piernas palmeando húmedos de lodo y algas.

Rodamos desde el borde al fondo de la pradera, nos levantamos bajo la lluvia de nuestra silueta en la hierba húmeda. Nadadores nocturnos, buceadores de la piel.

Llevas tu cámara bajo tierra. La lluvia hiere la nieve. Largos cortes de lodo ennegrecen el sendero. Encendemos las lámparas y bajamos. Tus sesenta trillones de células y los míos. En las cuevas de Aldéne y de Fontanet los niños del paleolítico jugaban mientras sus padres pintaban. Pequeñas huellas

de sus pies y sus rodillas en el Iodo. Miles de años después, los niños regresan: Maria, que encontró el bisonte en el cielo de piedra de Altamira; Marcel que siguió a su perro, Robot, hasta la boca de Lascaux.

Ocho semanas después, las manos. Una boca sin labios.

Veinticinco semanas después, los filamentos siguen un rastro de aliento químico en la corteza del cerebro y conectan orejas y ojos. Treinta semanas después un susurro del quantum: el pensamiento.

A ligera diferencia del tiempo geológico, lleva generaciones

convertirse en isleño. Sólo los espíritus se ganan un sitio.

El viento restriega el aire, tan limpio que incluso el corazón más abrumado recuerda todo lo que ama.

Bañamos a nuestra hija, una oración de cada lado, como si la laváramos con una canción. Dedos tan frágiles como cuchillas de hierba. Miles de huevos ya en su interior.

Amar como si también hubiéramos elegido el dolor.

Todo amor es un viaje por el tiempo.

Orilla pulida, cuevas pintadas, desfiladeros de caliza. Ciruelas y agua fría en el desierto.

El río en invierno. Esta lejanía.

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