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2022-10-08 17:37:17 By : Ms. Sara Ye

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Su belleza cautivó a estrellas como Bob Dylan, David Bowie o Mick Jagger -para el cantante de los Rolling Stones era “la mujer ideal”-, y su elegancia, innata, desprendía ese je ne sais quoi tan francés -para el diseñador Nicolas Ghesquière ella es “la esencia” del estilo galo-. Pero a la cantautora Françoise Hardy nada de eso le importaba.

“Era bellísima y no lo sabía. Le daba igual… Nunca se dio cuenta de lo guapa que era hasta hace quince años, cuando volvió a ver fotografías suyas y dijo: ‘No estaba tan mal, ¿no?”, nos cuenta el fotógrafo Jean-Marie Périer.

El artista francés, que inmortalizó con su cámara el movimiento ‘ye-yé’ de los años sesenta -un trabajo que forma parte de la exposición Leyendas, que se puede visitar en Gandía Blasco Group, en Madrid-, fue pareja de Françoise durante cuatro años, su acompañante y confidente en sus primeros años de carrera. Y, aunque su relación sentimental acabó, continúan siendo buenos amigos. “Es maravillosa, una de las mejores artistas que ha dado Francia”.

“Bob Dylan, los Beatles, los Rolling Stones… Todos querían conocerla, y me preguntaban cómo podían tener la oportunidad de quedar con ella… Claro, en aquella época estábamos juntos, así que yo me reía y les decía: ‘Bueno, quizá no sea tan difícil”, admite Jean-Marie, con una sonrisa.

Pocos conocían -y han retratado- como él a las grandes figuras del cine, la música y la moda. Sus padres -François Périer y Jacqueline Porel- eran dos actores muy reconocidos en Francia, así que sabía bien cómo moverse entre bambalinas y tratar con celebrities. Su talento innato hizo el resto. “Mi padre iba a actuar en Roma con Fellini, y dado dejar de perder el tiempo y te vienes conmigo’. Allí, en el set, iba preguntándole a todo el mundo qué es lo que podía hacer y un periodista le dijo: ‘Si no sabes qué hacer con él, mándalo a Paris Match para ser fotógrafo’. En aquellos años los fotógrafos de Paris Match eran dioses, retrataban a princesas… No me había propuesto ser fotógrafo, pero lo que no quería era volver a clase”.

A su vuelta a Francia, empezó a trabajar como asistente de fotografía de Daniel Filipacchi en Marie Claire y Paris Match, y a colaborar con revistas de jazz. Armado con su Leica, inmortalizó a toda una leyenda, Ella Fitzgerald. Después no tardarían en llegar los Beatles -a quienes fotografió asomándose por la puerta del estudio de su representante Brian Epstein-, los Rolling Stones, Alain Delon, Catherine Deneuve, Brigitte Bardot… y, por supuesto, Françoise Hardy. Con ella, la conexión fue más allá del objetivo, aunque ella “odiaba que le tomaran fotos”. “No era difícil conseguir que posara si se lo pedías, pero no comprendía por qué teníamos que hacer tantas fotografías”.

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Esta joven parisina de larga melena castaña, ojos claros y piernas kilométricas puso Francia a sus pies. Su frescura, su naturalidad -apenas llevaba maquillaje- y su dulce voz fueron su carta de presentación a un mundo obnubilado por otra francesa, Brigitte Bardot, que ya se había consagrado como una superestrella y representaba el ideal de belleza del momento.

No podían ser más diferentes entre sí. Mientras que Brigitte era un icono de sensualidad, Françoise desprendía un halo de inocencia y melancolía.

Hardy saltó al estrellato cuando apenas tenía 17 años. Con 16 le habían regalado su primera guitarra -un premio por las buenas notas que había conseguido en el colegio-, y, tan pronto tuvo el instrumento entre sus manos, empezó a componer sus primeras canciones. Unas cuantas clases de música y audiciones después, llegó la esperada llamada: su primer contrato con la discográfica Disques Vogue.

En 1962 lanzaba el que, probablemente, sea su tema más conocido -junto a Comment te dire adieu-, Tous les garçons et les filles. Una canción que, con el paso del tiempo, ha confesado no considerar tan brillante como le hubiese gustado. “Es muy primaria musicalmente. Fue mi primer disco”, pero lo cierto es que se convirtió en un todo himno generacional.

Eran los swinging 60’s, y, con permiso de Francia, el Reino Unido se tornaba como el destino perfecto para cualquiera que quisiera triunfar en la música. Londres era entonces una ciudad efervescente, el mejor lugar donde empaparse de las nuevas corrientes musicales y seguir la estela de los dos grupos que pisaban fuerte: los Beatles y los Rolling Stones.

A mediados de los sesenta, Françoise aterrizaba en la capital británica, dispuesta a explorar nuevas tendencias lejos de casa y, de paso, fascinar al público con su acento francés.

“Cuando vine a Londres a actuar en el Savoy, era consciente de que la prensa británica estaba más interesada en lo que llevaba puesto que en mis canciones”, aseguró. Fue en ese momento que la cantante se dio cuenta de que, en el escenario, no sólo se escuchaba su música, sino que también importaba su ropa.

Contactó con los couturiers André Courrèges y Paco Rabanne, quien creó para ella un vestido con placas de oro y diamantes engastados –‘El vestido a la Hardy’-; e Yves Saint Laurent también le confeccionó una de sus creaciones más emblemáticas, el esmoquin -símbolo de la mujer moderna-.

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Lo suyo no fue un flechazo. Más bien todo lo contrario. La primera vez que Françoise se cruzó con Jacques Dutronc en las oficinas de su discográfica, este todavía era un desconocido, un joven con la “cara cubierta de granos y gafas de montura muy gruesa”. “Pensé que se veía terrible, así que, como es natural, ¡apenas le presté atención!”

Poco imaginaba que sería el gran amor de su vida. A finales de los sesenta, Dutronc alcanza la fama con Et moi, et moi, et moi, y sus caminos vuelven a encontrarse por motivos profesionales. Tienen que hacer una colaboración juntos y Françoise, que acababa de finalizar su relación con Jean-Marie Périer, ve con otros ojos a Jacques, que se ha convertido en un apuesto artista -además de todo un ídolo de masas-.

Tras varias idas y venidas, finalmente, es ella quien toma la iniciativa e invita a Jacques a Córcega. “Teníamos tanto miedo el uno del otro que me emborraché por primera ve en mi vida”, reconocía la cantautora a Marc-Olivier Fogiel en su programa Le Divan.

Aquel era el inicio de una relación complicada, llena de altibajos, que Françoise muchas veces plasma en sus canciones.

En 1973, dieron la bienvenida a su único hijo en común, Thomas. Sin embargo, aquella alegre noticia no mejora su situación. Un año más tarde, Jacques empieza un idilio con la actriz Romy Schneider, a la que conoció en el rodaje de Lo importante es amar.

Françoise era muy consciente de las aventuras de Jacques, pero, como ella misma escribió en sus memorias, “la idea de compartirlo ya me destrozaba, dejarlo posiblemente me destruiría todavía más”.

Aun con todo, en 1981, la pareja pasa por el altar. No es más que un parche en su marchita historia marcada por las infidelidades. El fin parece inevitable. Pese a la dependencia que Françoise siente hacia su marido -ella misma ha hablado de ello-, toma la decisión de separarse, aunque no de divorciarse.

Françoise y Jacques siguen casados a día de hoy, y él ha sido un apoyo estos últimos y delicados años para ella.

En 2004, Françoise sufrió un cáncer linfático y en 2016 entró en coma. Contra todo pronóstico -los médicos auguraban que nunca más despertaría-, la artista se recuperó, pero con muchas secuelas.

Dos años más tarde, rompió su silencio y publicó el que fue su 28º -y último- álbum, Personne d’Autre, una especie de despedida. Siempre ha afirmado que su voz no había vuelto a ser la misma desde entonces -perdió audición de un oído y la quimioterapia y radioterapia la dejaron muy debilitada para regresar a los escenarios-.

En una entrevista que concedió a Femme Actuelle el año pasado y que hizo saltar todas las alarmas, dijo sentir que se acercaba el final. “No hay nada más que yo te pueda contar. No sale”, nos dice Jean-Marie Périer, con rostro serio y sin querer añadir nada más al respecto.

Mientras Francia añora a su ‘chica ye-yé’, sus canciones siguen sonando a través de las redes sociales y otras plataformas. Françoise Hardy nunca ha pasado de moda, y ahora son las nuevas generaciones las que descubren el talento de una cantautora que cautivó a su país y al mundo entero con sólo dos armas: su guitarra y su peculiar voz.

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